María: Madre de la Iglesia.

por: Ricardo Ramírez Basualdo
Profesor de Filosofía y Religión

María debe ser nuestro modelo para vivir nuestra fe en Cristo, al cual debemos retornar hoy más que nunca. María cuando en las Bodas de Caná les dice a los sirvientes “hagan lo que él les diga” (Juan 2,5) nos enseña que es a Él al único que debemos seguir. El Papa Francisco nos ha pedido como Iglesia que durante el mes de octubre recemos el rosario todos los días, terminado con la oración más antigua que se tenga memoria a María, del siglo II: “Bajo tu amparo” (sub suum praesidium), la cual demuestra el gran cariño, reconocimiento y cómo desde las primeras comunidades cristianas se ponían bajo la protección de la Madre de Dios.

¡¿Madre de Dios?!  ¡¿Cómo?! Si Dios es eterno, imperecedero, todo poderoso, sin principio ni fin, ¿cómo puede tener Madre? ¿Acaso no es ilógico que aquel que es eterno tenga un principio? Es cierto que ante la lógica racional si es ilógico, pero para la lógica de la fe no lo es. Porque María es verdaderamente la Madre Dios (theotokos). Madre es la que engendra, María engendró a Jesús quien tiene dos naturalezas: la humana y la divina en una sola persona (hipostasis). Por lo tanto, si Jesús fue engendrado por María y éste es Dios, entonces María es Madre de Dios, porque nació de mujer como se afirma en Gálatas 4,4: “al llegar a la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. En estricto rigor Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Por ello la unión entre ambas naturalezas (la humana y la divina) en Jesucristo se dan sin confusión, sin división, ninguna de las dos pierde sus peculiaridades. Toda la misión de María y todos los títulos que se le otorgan son cristocentricos. De ahí que la mariología sea, en primer lugar, cristológica; María se debe por entero al misterio de su Hijo Jesucristo. Por ello se le llama corredentora, pues era necesario que Dios asumiese la condición humana para redimir la naturaleza del hombre.

Para todos los católicos, el mejor ejemplo que tenemos para seguir el camino de Jesucristo es María, quien nos enseña a saber entregarnos en silencio, a dar un sí incondicional a aquello que Dios nos pide a saber escuchar su mensaje y vivirlo. Nos enseña a vivir el sufrimiento a los pies de la cruz de su Hijo y a asumir con fe y esperanza los designios de Dios.

Jesús, a punto de morir en la cruz, le entrega su Madre a Juan, con ello nos entregó su Madre a todos. El Papa San Pablo VI (1964), frente a todos en el Concilio Vaticano II, proclamó a María como Madre de la Iglesia (mater ecclesiae), que, con Cristo, formamos parte de su cuerpo místico. Su misión como Madre de la Iglesia la comienza en el mismo momento de la cruz y al acompañar en el cenáculo a los apóstoles ahí reunidos con temor y en la espera del Espíritu Santo (Hechos, 1, 14). El Papa Francisco ha decretado esta memoria Mariana para el lunes siguiente de Pentecostés, la cual nos “ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos” (Francisco, 2018). Es por eso, que este mes bendito que tradicionalmente nuestra Iglesia chilena dedica a nuestra Madre, es una verdadera primavera para nuestra Iglesia local. Que este mes aprendamos, al igual que María, a ponernos a disposición de su Hijo, en oración constante y servicio a los demás, para que así cumplamos con lo que reza la oración del mes: “En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que te es tan querida”. La humildad, flor que agrada a María y que enoja al demonio, es la virtud que debemos trabajar para mejorar a nuestra Iglesia herida y así, con María, proclamar con nuestra alma la grandeza del Señor (cfr. Lc. 1, 46).