A 20 años de Fides et Ratio.

Profesor. Mg © Ricardo Ramírez Basualdo

 

Muchos de nuestros padres y abuelos recuerdan a Juan Pablo II por sus enseñanzas, carisma y por su visita a nuestro país como mensajero de la Vida y Peregrino de la paz. Los más jóvenes lo recordamos por haber visto un Papa muy anciano y por todo lo que significaron los días de su muerte para el mundo. No tan conocida por la feligresía es la faceta de filósofo  que tenía el Papa Santo. Lo cierto es que hace 20 años San Juan Pablo II, regalaba a la Iglesia su carta encíclica Fides et Ratio, sobre las relaciones entre la fe y la razón, la cual comenzaba en sus primeras líneas diciendo que “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. El hombre, es un ser que busca la verdad, por naturaleza desea conocer y, en ese sentido, todo hombre sería filósofo; Juan Pablo II reconoce la ayuda que la filosofía ofrece para profundizar la inteligencia de la fe. Afirma que “La fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma” (67).

El creyente debe tener cierto conocimiento natural de aquello en lo que cree y articularlo, de alguna manera, en forma conceptual y argumentativa.  Para la fe católica, la fe y la razón no debiesen contradecirse y, para ello, Juan Pablo II alude a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el cual argumentaba “que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por lo tanto, no pueden contradecirse entre sí”  (43). Ambas, fe y razón, fueron dadas por Dios; la luz de la fe, es un don de Dios que le ha dado al hombre para conocerle, y la luz de la razón fue puesta, por Dios, en el alma del hombre para buscar la verdad; como la verdad no puede contradecir a la Verdad y en Dios no existe contradicción, entonces fe y razón no se contradicen. Dicha Verdad es la que se ha insertado en nuestra historia y en nuestro tiempo en Jesús de Nazaret. Como afirmara San Agustín de Hipona (354-430): “Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando […]. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula” (San Agustín, De paredestinatione sanctorum, 2, 5)  (79).

Nuestra fe cristiana no ha de ser una fe ciega, por ello una buena teología debiese dar razón de la fe y justificarla por medio de la reflexión filosófica. Lo importante es entender que no existe competitividad entre la fe y la razón, puesto “una está dentro de la otra y cada una tiene su propio espacio de realización” (17).  Por lo tanto, los extremos como nunca han de ser buenos, en la época moderna fueron censurados el fideísmo y el racionalismo por sus desconfianzas en la razón y en la fe, respectivamente.

Hoy, más que nunca, nuestra fe ha de ser acompañada por la razón, por una recta razón, para comprender y entender nuestra fe y no perder el centro de ella: Jesucristo, única Verdad. Una fe bien comprendida, no permite caer en el mesianismo, clericalismo y elitismo que han provocado la cultura del abuso en nuestra Iglesia. Es por ello que debemos invocar a María como Trono de Sabiduría,  para que el camino hacia la sabiduría “se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de aquella que, engendrando a la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido para siempre con toda la humanidad” (108).