Neurociencias y Educación: el valor del vínculo afectivo en el desarrollo neuronal del niño

por María Loreto Alonso Häfelin
Coordinadora Ciclo Preescolar, Colegio Sagrada Familia.

octubre, 2018.

Hoy en día, gracias a los avances logrados por las Neurociencias y con la ayuda de la tecnología nos es posible literalmente ver el mapa interno del cerebro, lo que, entre otras cosas, ha permitido colocar al servicio de la educación estos nuevos conocimientos y así integrar una nueva visión a los procesos educativos desde la temprana infancia.

Se sabe que la experiencia durante los primeros años de vida puede ser crucial en la organización del modo en que se desarrollan las estructuras básicas del cerebro. De esta manera, las experiencias tempranas tienen un impacto decisivo en la arquitectura del cerebro y en la naturaleza de las capacidades que se prolongarán en la edad adulta. Por lo tanto, ¿de qué manera el vínculo que establecemos con el niño favorece la construcción de su red neuronal?

Durante la etapa de la primera infancia, el cerebro del niño crece en forma acelerada. Este crecimiento y desarrollo cerebral es un proceso dependiente de la experiencia, la cual fortalece las conexiones existentes y crea otras nuevas. Ahora bien, durante esta etapa tiene lugar una “explosión” del número de sinapsis- actividad básica y central del cerebro- es por eso, que las experiencias en los primeros años de vida son cruciales ya que éstas pueden literalmente moldear la estructura del cerebro en desarrollo

Desde esta perspectiva, el rol de los adultos (papá, mamá, educadoras) como figuras significativas para el niño, es la de digerir y metabolizar la conducta del niño a través de una relación afectivamente estable otorgándole experiencias tanto cognitivas como emocionales que le permitan conocer y explorar de la mejor forma posible su ambiente relacional y educativo. Así entonces, el vínculo entre la educadora de párvulos y el niño emerge como relevante en determinado momento de la vida; ella debe promover un clima afectivo y seguro a través de experiencias que favorezcan la regulación emocional del niño, así como también ofrecer oportunidades en las que pueda desenvolverse en procesos educativos desafiantes y experiencias de aprendizajes significativas.

La gran experiencia educativa con toda la riqueza de su recurso es el juego por excelencia. El niño transforma libre y creativamente la realidad a través del juego, experiencia que hace suya a través de este cerebro eminentemente perceptivo, y de su intensa motivación por explorar. Esta experiencia genera en el niño placer, bienestar y goce ejerciendo efectos positivos sobre su actividad cerebral y, por tanto, en su aprendizaje. En este sentido, a través de un vínculo afectivo, los adultos significativos, somos los responsables de proponer y promover experiencias placenteras, afectivas, motivadoras y exploratorias que favorezcan la cantidad y calidad de sinapsis que el niño realice en su cerebro y, de esta manera, ampliar su red neuronal.

Quienes acompañamos a los niños en su crecimiento y desarrollo tenemos una inmensa responsabilidad; debemos valorar y comprender que un niño sólo aprenderá y se desarrollará cognitivamente si se siente seguro, protegido y amado.