Sigamos la estrella.

“No temáis, porque os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, ha nacido un salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lucas, 2, 10-12). Con estas palabras se nos marca con gran alegría la fiesta de la navidad,  la Buena Nueva. Nuestra salvación no podía llegar de otra manera que venida desde lo alto. De la mano del gran teólogo contemporáneo Joseph Ratzinger, reflexionemos algunos elementos centrales de este misterio.

En la Calenda de Navidad se narra el momento histórico en que se produce el nacimiento de Cristo, fue “en la centésima nonagésima cuarta Olimpíada; en el año setecientos cincuenta y dos desde la fundación de Roma; en el año cuadragésimo segundo del imperio del César Octaviano Augusto” (Martirologio Romano). Jesús vino en la plenitud de los tiempos, donde había una lengua universal  lo “cual permite a una comunidad cultural entenderse en el modo de pensar y actuar, puede entrar en el mundo un mensaje universal de salvación” (Ratzinger, 2012).  Con la fe podemos entender este gran misterio, porque no es solamente que un niño nazca en un pesebre, sino que es Dios que se hace hombre, el infinito se vuelve finito, el eterno entra en el tiempo, el todo poderoso se hace pobre y humilde. Tan humilde que nace en un pesebre, en una cueva llena de animales. Muchas veces se dibuja y preparamos el pesebre lleno de luces y colores, y los animalitos limpios y hermosos. Pero lo cierto es que hay que imaginarse un pesebre hediondo y miserable pero que, sin embargo, Jesucristo con su presencia lo hace el lugar más rico y poderoso de todos. Porque el pesebre es “donde los animales encuentran su alimento” (Ratzinger, 2012) y ahora es Él mismo “que se ha indicado a sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, como el verdadero alimento que el hombre necesita para ser persona humana” (Ratzinger, 2012). Por lo tanto, vayamos en esta navidad y contemplemos a ese niño envuelto en pañales, y vayamos a ese pesebre como a la mesa de Dios donde se recibe el Pan de la salvación.

Un elemento importante en toda esta historia es la estrella con un profundo sentido teológico, que muchas veces pasa desapercibido o sin tanta importancia. Pero que Ratzinger, con su lucidez, ha sabido plantear. ¿Existió realmente la estrella? Lo cierto es que Johannes Kepler  “calculó que entre el año 7 y el 6 a.C – que se considera hoy el año verosímil del nacimiento de Jesús- se produjo una conjunción de los planetas Júpiter, Saturno y Marte” (Ratzinger, 2012). Lo cual atribuye a una supernova que, a pesar de ser débil y lejana, produce una gran luminosidad  por meses. Los reyes magos que son guiados por esta luz, representan el “movimiento de los pueblos hacia Cristo” (Ratzinger, 2012). Enseñando que la creación habla de Cristo y que de alguna manera nos lleva, como decía San Agustín, como vestigios de Dios hacia Él. Puede movernos interior o exteriormente, aunque en los reyes magos y en nosotros mismos la estrella no hubiese podido hablarles ni moverlos si no hubiese sido movido de otro modo, movidos interiormente por la esperanza de encontrarse con el Hijo de Dios.

Pero hay algo más importante, “no es la estrella la que determina el destino del niño, sino el niño quien guía a la estrella” (Ratzinger, 2012)  por lo tanto, debemos ser capaces durante este tiempo de adviento, de ir encendiendo nuestro corazón para recibir esta buena noticia, para ser capaces de mirar esa estrella y dejarnos guiar por Jesucristo hacia Dios.  Y encontrarnos, en la humildad y en la sencillez, con la Palabra eterna de Dios que se hace de carne y hueso para salvar nuestra humanidad. Y haciendo, con ello, que María una mujer sencilla y humilde se convierta, por obra del Espíritu Santo y por méritos de su Hijo, en la Madre de Dios.